..........Lo recibí envuelto en plástico mientras su cuerpo se desplomaba entre las sombras del callejón. Gracias por el regalo –pude decir antes de ver cómo se apagaban sus ojos.
..........Dejé aquel perfecto cuerpo ya vacío y corrí bajo la lluvia en dirección a casa con el preciado tesoro entre mis brazos. Las lágrimas se mezclaban con las frías gotas que desde hacía días no dejaban de caer sobre la ciudad. Mis labios, y a veces mis ojos al cerrarse fuertemente durante unos instantes, lograban a duras penas contener el llanto que trataba de escapar golpeándome una y otra vez.
..........Una temblorosa mano consiguió hacer girar la llave y con un clac-clac se abrió la puerta. Dejé caer el empapado abrigo junto a la entrada, encendí una luz y desplegué el envoltorio sobre la mesa del salón. Acariciaron entonces las yemas de mis dedos su suave y húmeda superficie mientras memorizaba cada una de sus formas, y poco a poco fueron dejando paso a mis uñas, que iban desgarrando con delicadeza el frágil tejido para que, trocito a trocito, se convirtiera por completo en parte de mí.
Una hora antes
..........Teníamos la extraña costumbre de ir a cenar a restaurantes de comida internacional para acabar pidiendo siempre lo mismo: carne; a ser posible carne sólo con carne y poco hecha. Esa noche era el turno de “Il Gondoliere”. Como siempre, degusté mi entrecot con parsimonia, exprimiendo y paladeando cada explosión de sabor que me ofrecía la ternera y su sangre con cada movimiento de mis mandíbulas. Pero había algo que no marchaba bien: ella. Su copa de Cirsion permanecía intacta y su mirada se perdía en un cuchillo que lo único que hacía era rozar el solomillo. ¿Estás bien? ¿No te gusta… quieres que te pida otra cosa? -le pregunté aún sabiendo cuál sería la respuesta. Levantó la vista como despertando de un sueño. No te preocupes… es sólo que no tengo demasiada hambre –contestó sin la más mínima expresión en su cara.
..........Cuando salimos, cómo no, seguía lloviendo. Abrí el paraguas y anduvimos en dirección al piso. La cogí de la mano. Un escalofrío recorrió mi cuerpo entonces: estaba fría, terriblemente fría. Al momento detuvo el paso. La miré asustado. Sin mediar palabra alguna abrió los botones de su abrigo de terciopelo negro y posteriormente los de su ceñida camisa azul turquesa. Aterrorizado, dejé caer el paraguas al suelo. Una brecha de unos veinte centímetros en su pecho dejaba escapar auténticos borbotones de sangre, salpicando y manchando su ropa y su cuerpo de marfil. No sé por qué no había hecho esto hasta ahora –lloraron sus labios mientras de la herida sacaba con primor su más íntima posesión, aquello que durante años tanto había anhelado alcanzar.